Durante toda
mi vida, hasta cuando he estado emparejada, he repudiado el día de San
Valentín. Tengo mis motivos.
Yo no odio a
ese enano en pañales que se dedica a asaetear al mundo, me resulta una figura
un poco siniestra, pero es sólo un mito, quizá dentro de un siglo en vez de en
pañales vaya con unos gayumbos de Emporio Armani y lleve un rifle con mira
telescópica (lo mismo así comienza a atinar, que lo de la puntería no viene
siendo lo suyo).
Pero bueno,
olvidemos al moñas flechador. Pasemos a la gente y a ese sentimiento
obligatorio de amor intenso y superlativo porque sí. A ver, que yo cuando me
enamoro tiendo a ser superlativísima y me encantan los detalles, los bombones,
las rosas y todo el rito, incluso puedo escribir millones de cartas de amor (y
lo he hecho). Me gusta tanto como a cualquier mujer que la mimen y la quieran y
la adulen y... y … y…. todo!
Si el fallo
está en que me muero de miedo por no ser correspondida! Oh sí, yo, ¡YO!, soy
C.O.B.A.R.D.E; porque… y si me deshago en romanticismos y él se queda con cara
de merluza congelada? Pues francamente me sentiría ridícula, vendida, como una
basura. Así que si no es un príncipe con bardo incluido, parterre florido y
toda la pesca (cosa que sólo existe en los cuentos, en Anatomía de Grey y en
Entre Fantasmas), me sale más a cuenta fingir que a mí el día de San Valentín o
el romanticismo en general me parecen algo pasado de moda y así puedo
protegerme a mí y a mi pobre orgullo que ya está bastante pisoteado a estas
alturas de mi vida.
Pero aun así,
en el fondo aún creo en el amor y quizá algún día vuelva a recibir las rosas,
los bombones, los peluches y todo lo que soñamos de niñas, de esa persona a la
que yo confíe el cuidado de mi corazón y que no me de miedo cerrar los ojos y
dejarme caer, porque estará ahí para cogerme.
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